lunes, 1 de agosto de 2011

El palacio de la Granja. Un palacio singularmente gestionado

El "estilo" del Patrimonio Nacional

Lo que sucede en La Granja es muy parecido a lo que sucede en toda la provincia de Segovia, con una diferencia relevante: aquí la clave más activa está en el Patrimonio Nacional, de quien depende nominalmente el complejo palaciego.  Y ello tiene unas implicaciones de gran alcance, que pasan por las peculiaridades que, frente a la conservación, la difusión y la explotación turística de los bienes culturales, tiene el Patrimonio Nacional. Sin entrar en el fondo (normativo) de esas peculiaridades, quien como turista visite uno de los centros adjudicados a la Corona para uso y disfrute de Rey, observará unas fórmulas de gestión muy parecidas:
1. Se visitan en grupo con explicaciones concebidas para un público ávido en cotilleos de las familias reales y poco versado en historia del arte (¿apuestan por convertir a la familia real en un estímulo turístico?
2. Los miércoles se pueden visitar gratuitamente; de momento. Es fácil prever que esta circunstancia cambiará pronto, acaso, muy pronto.
3. La vigilancia corre a cargo de empresas privadas de seguridad. Los "seguratas" no se caracterizan precisamente por asumir la funcionalidad cuasi-museística de estos centros y, en ocasiones, con el uso excesivo de los intercomunicadores, alteran el ambiente de sosiego que debería imperar en esos lugares.
4. Las tiendas de recuerdos son de aspecto similar y tienen objetos del mismo tipo, entre los que destaca un póster dedicado a "Reinos y jefes de Estado desde Don Pelayo hasta Don Juan Carlos I". Sorprende que no estén los reyes visigodos...  Y, lógicamente, no sorprende en absoluto el olvido de las dinastías hispanoislámicas, puesto que los califas de Córdoba sólo fueron "invasores", representantes contra-natura del poder de Allah. Para compensar tanto despiste nuestro monarca no para de recordar las relaciones fraternales que le unen al rey de Marruecos...
5. No permiten hacer fotografías —probablemente, por apoyar la venta de postales, folletos y libros—. Esa voluntad de hacer caja según criterios discutibles se manifiesta también en el modo que tienen los vigilantes de dirigirse a los turistas que tienen la infeliz idea de sacar la cámara fotográfica y en otras situaciones, tal vez, forzadas por sus gestores.


Digresión. Una anécdota reciente

Hace un par de años acudimos a Tordesillas para renovar nuestro archivo fotográfico. Pagamos la entrada después de asegurarme de que no había ningún cartel que prohibiera hacer fotos y sólo cuando estábamos a punto de entrar  en el convento-palacio advertí que en el interior existía un icono prohibitivo. Como no tenía ningún interés en hacer una visita guiada, expresé a la guía mi voluntad de no entrar y, de inmediato, con la entrada rota en el control, nos dirigimos a la taquilla para reclamar la devolución del importe.  El empeño resultó vano porque la persona que me atendió estaba aleccionada "a beneficio de inventario". Si la entrada no estuviera rota... Después de varios minutos de discusión imposible, me ofreció una hoja de reclamaciones, que preferí no rellenar porque, en esas condiciones, era fácil imaginar la utilidad meramente estadística de una gestión de ese tipo. Me pareció más oportuno no colaborar en proporcionar información fidedigna a sus gestores. Si quienes dirigen la gestión del Patrimonio Nacional —como el director del Museo del Prado—entienden que es más importante conseguir un hipotético puñado de euros que el disfrute de los visitantes aficionados a la fotografía, es obvio que su entendimiento y el mío operan en sintonías de incomprensión absolutas. Llegué a pensar que han colocado el cartel de la prohibición en el interior para evitar que los aficionados a la fotografía diéramos marcha atrás...
Es una pena que ofrezcan una imagen tan ramplona, en un contexto institucional tan delicado. Aunque nuestros museos no sean un modelo de gestión, entiendo que estos centros están pidiendo a gritos una clarificación en su gestión como Bienes de Interés Cultural.

El palacio de La Granja

La Granja es una población cercana a Segovia, fuertemente caracterizada por la existencia del palacio; seguramente, mucho más que Aranjuez, porque debido a sus especiales cualidades climatológicas, la condición de "población cortesana de vacaciones veraniegas" se mantuvo, incluso, por encima de los cambios institucionales. Y aún hoy se advierte cierto pedigrí señorial —asociado a la burguesía madrileña— que acota diferencias importantes con la capital de la provincia. Por lo general, se advierte un ambiente mucho más cosmopolita en las terrazas de La Granja que en las de la Plaza Mayor o las de Fernández Ladreda, donde se concentra la flor y nada de la sociedad segoviana. Los espectáculos veraniegos que ofrecen ambos municipios compiten en injustificable equidad que, con frecuencia, se inclina del lado de La Granja, como por ejemplo, en  los festivales de jazz, que ya van por la tercera convocatoria, o en las fiestas patronales, mucho más participativas e interesantes en ésta. Las de San Luis, con encierros nocturnos, disfraces y judiadas dignas de Hefaistos,  están entre  las más atrayentes de cuantas se celebran en España.


El palacio, realizado a imitación de Versalles pero con las limitaciones obvias de un Estado en decadencia irreversible, tiene interés si se le contempla con ojos ingenuos, de amor a "lo español" o a "lo segoviano", sin ceder a la tentación comparativa, porque en caso contrario, deberíamos concluir que es uno de los palacios reales tardo-barrocos más pobres de cuantos existen en Europa (al menos, de cuantos conozco).  Compararlo con Versalles, con Windsor, con el castillo de Neuschwanstein  o la mayoría de los asentados en la zona del Loire sería ridículo más que absurdo. Acaso admitiría un cotejo más favorable con el de Beylerbeyi (Estambul), con alguno de Postdam (Sanssouci; Charlottenhof es, a mi juicio, mucho más refinado) o con el  Peterhof, por las peripecias sufridas durante el proceso histórico (fue destruido, prácticamente, por completo), todos ellos vinculados al agua, al uso estacional y de tamaños afines.
Lo mejor: la fachada que da a los jardines, donde el diseño ha sabido compensar las limitadas posibilidades del granito mediante contrapuntos bien dosificados.



Lo peor: el palacio de La Granja destaca la relativa pobreza de los objetos que "decoran" las habitaciones que se muestran al público, sobre todo, en la planta baja, donde hay demasiados vaciados de yeso de acabado poco airoso. Se diría que los gestores del Patrimonio Nacional le han otorgado una categoría menor, en cierto modo comprensible, teniendo en cuenta la climatología del lugar y la deficiente climatización, según "modelo ruso" (Ermitage): si hace frío, se cierran las ventanas; si hace calor, se abren... Además, los instrumentos fundamentales de un sistema tan prosaico no se ven en buenas condiciones de conservación... ni, por supuesto, de seguridad.


Seguramente, estas circunstancias tengan mucha relación con su historia reciente y, muy especialmente, con el papel adjudicado en tiempos de Franco, cuando fue empleado como centro de festejos veraniegos para solaz de los padres, tíos y abuelos de nuestra actual casta política. Allí se reunían los ministros y la "nobleza azul" para disfrutar con los espectáculos en los que participaban, de modo más o menos "profesional", los artistas de moda,  algunos de los cuales siguieron triunfando en tiempos democráticos...


Las fuentes

No obstante, conocidos los daños sufridos por el Peterhof,  el palacio de La Granja contiene algo que le proporciona excepcionalidad, incluso aunque, en cuanto a las posibilidades hidráulicas objetivas, juegue en desventaja con el de Peterhof: las fuentes, que se han conservado procurando mantener el carácter y la función con los que fueron diseñados en el siglo XVIII. Como el palacio se sitúa en una ladera, el sistema de conducciones utiliza esa circunstancia para aprovechar la energía potencial de un estanque dispuesto en la zona más alta de los jardines. De allí salen las conducciones que alimentan las retículas de surtidores de las fuentes, invariablemente decoradas con motivos mitológicos, que sólo pueden activarse de una en una para que la presión del agua ofrezca resultados espectaculares óptimos y ofrezca un marco especialmente adecuado para los juegos de niños, jóvenes y, por supuesto, adultos...  La iconografía enfatiza, muy especialmente, esta última posibilidad, acaso emulando las modas implantadas en Versalles o, desde el siglo anterior, en el palacio del Buen Retiro, que fue construido con esa finalidad aunque la funcionalidad fuera efímera porque Dios Todopoderoso le envió fuego purificador...


Las fuentes han  sufrido trabajos de restauración frecuentemente y, según mi criterio, el resultado final no es demasiado afortunado, porque el aspecto de las figuras es exageradamente artificioso.
La activación de todas las fuentes (de las que sea posible, según las circunstancias de cada momento) es un espectáculo que, en unas pocas ocasiones, convoca todos los años a miles de personas que se aglomeran en torno a ellas para disfrutar durante unos minutos de una situación incómoda y forzada, porque es prácticamente imposible contemplar el espectáculo de modo confortable. El ritual es simple: los visitantes siguen a un guarda del complejo que, con una bandera española en las manos, va señalando la fuente que activará de inmediato. Y la muchedumbre, gobernada por los más jóvenes, recorre los jardines frenéticamente...


Con un poco de suerte, se pueden ver los juegos de agua en tercera fila, de modo que quienes están delante impiden contemplar las fuentes. Los mejor informados se anticipan a los que siguen al guarda de la bandera para colocarse en primera fila sacrificando la contemplación de las menos vistosas.
 Tradicionalmente, se justifica esa penuria en una cuestión especialmente sensible en aquella zona durante los meses de verano y, sobre todo, en épocas de sequía, porque de ese agua se suministra también a la población de La Granja, aunque junto a la población está el pantano del Pontón, del que podría abastecerse si hubiera acuerdo con el resto de las poblaciones limítrofes  (Segovia y Palazuelos del Eresma).


Pero cada vez que me paseo por los jardines me hago la misma pregunta: ¿Por qué no se construyen sistemas de circuito cerrado que, manteniendo la estructura original, permitan mantener en funcionamiento todas las fuentes durante los meses de verano y otras épocas de posibilidades turísticas? El potencial turístico de La Granja crecería de forma exponencial. A fecha de hoy sólo una de las fuentes, que se pone en funcionamiento con cierta frecuencia, pero irregularmente, posee un sistema de este tipo. Uno de los guardas con quien hablé me dice que hacer algo así sería muy caro y que los jardines de La Granja son una maravilla ecológica... Ignoro si ese punto de vista lo suscriben muchos paisanos, pero es obvio que se están desaprovechando unas opciones que cambiarían radicalmente el atractivo turístico de un palacio que, sin ellas, es un reclamo de tercera categoría.
A lo mejor, en este caso cuenta mucho la voluntad de los habitantes y veraneantes de La Granja, a quienes no gustaría poco ni mucho un incremento exponencial en la cifra de visitantes... En mi caso, lo tengo claro: seguiré acudiendo a pasear por los jardines y las calles de La Granja mientras sea fácil aparcar y de momento, es mucho más fácil que en Segovia...

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