miércoles, 17 de septiembre de 2014

Ludwig II versus Luchino Visconti. Un bosquejo de ensayo

Introducción

Gracias a que la aparición de los “nuevos materiales” simplificó considerablemente los procesos constructivos, la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX conocieron un fenómeno arquitectónico de cierta entidad que permitió recuperar las fórmulas mitificadas por razones diversa del proceso histórico. Sin embargo, salvando objetivos de emulación muy concretos, casi siempre nacidos en Estados Unidos, lo normal, lo más frecuente, fue que prácticamente nadie se sintiera atraído por llevar esa “recuperación” a extremos demasiado literales, seguramente por razones de sentido común y, por supuesto, de confort. Hubiera sido absurdo que quienes tenían más medios económicos —quienes podían hacer encargos arquitectónicos de entidad— hubieran elegido vivir como los griegos, incluso aunque, como se enseñaba en las Academias del siglo XIX, creyeran que las formas griegas suponían un referente estético digno de imitar.

Palacio de Herrenchiemsee
En ese contexto, algunos personajes dedicaron buena parte del dinero que tenían o podían pedir prestado, a promover edificaciones singulares y sorprendentes, con resultados diversos, no siempre afortunados. Entre ellos ocupa un lugar muy destacado Luis II de Baviera, que manifestó su voluntad constructiva en varias iniciativas de rango menor pero, sobre todo, en tres “palacios” espectaculares: Neuschwanstein, Linderhof y Herrenchiemsee.
El primero es un castillo de fantasía realizado siguiendo fórmulas medievales, según el modelo del de Wartburg, en un escarpe de los Alpes, que recuerda los planteamientos del Sturm und Drang, uno de los fundamentos más relevantes del movimiento romántico.  El castillo de Wartburg, situado en Eisenach, en el estado de Turingia, a partir del siglo XIII fue sede del concurso de trovadores que utilizó Wagner en su Tannhäuser. Allí vivió Santa Isabel de Hungría; allí estuvo también Lutero durante algún tiempo y tradujo el Nuevo Testamento al alemán firmando como Junker Jörg (el caballero Jorge) y allí sucedieron algunos eventos de fuerte simbolismo para el sentimiento nacionalista alemán.
Las obras comenzaron en 1869 y para emular los sistemas constructivos medievales recurrió al asesoramiento de personajes como Viollet-Le-Duc, a quien había visitado dos años antes y a la colaboración de Christian Jank, escenógrafo, que la aportó ideas relacionadas con la puesta en escena de Lohengrin, en la que había participado. El resultado fue un castillo de cuentos de hadas dispuesto en un paraje alpino de cualidades naturales excepcionales, cuyas obras no finalizaron hasta mucho después de la muerte de Ludwig. Contiene un conjunto de pinturas, estéticamente derivadas de los planteamientos académicos de la época.

Palacio de Herrenchiemsee, Galería de los Espejos
Linderhof es una construcción relativamente modesta, edificada cerca de Füsen y de Oberammergau, el pueblo de las casas pintadas con escenas religiosas y de otras tradiciones especialmente significativas. Fue diseñado siguiendo las pautas de Versalles, también con la colaboración de Chistian Jank, y hasta lo ornó con un programa iconográfico en homenaje a Luis XVI. En sus jardines se encuentra la “gruta de Venus”, construida con algo parecido al “hormigón armado” de Justo, el de Mejorada del Campo.  A su vez, contiene un estanque interior necesario para desplazarse en una barca con forma de concha: el tinglado se completaba con pinturas, iluminación eléctrica y un mecanismo que agitaba las aguas para que se formaran olas. Todo siguiendo la inspiración de Wagner en Tannhäuser. Fue el único que vio acabado (1878) y el que más frecuentó de los tres.
Coincidiendo con el fin de las obras del palacio de Linderhof (1878), comenzaban las del de Herrenchiemsee, asentado en el islote del lago Chiemsee, con el objetivo absurdo de ser una copia del palacio de Versalles. Las posibilidades económicas de Ludwig no eran las de Luis XIV y el empeño arrojó una copia resumida, según procedimientos constructivos sencillos y racionales, pero con un ornato de emulación casi mimética de las fórmulas de Luis XVI; un edificio comparable a lo que hicieron los zares rusos en San Petersburgo y alrededores más de cien años antes,  por supuesto, con otros medios.

Castillo de Neuschwanstein 
Y aún deberíamos añadir algunas otras iniciativas “exóticas” como el Apartamento Real del palacio Residenz de Munich, donde colocó un jardín de invierno en la azotea, según la fórmula de Joseph Paxton en su Cristal Palace (1851), mediante estructura metálica y vidrio, decorado con pinturas que emulaban el Himalaya; a su muerte lo suprimieron —no eran momentos para valorar los jardines en alto o colgados—. A sumar alguna otra “excentricidad” de pretensiones modestas (Schachen, lago Starnberger) y varios proyectos frustrados, con frecuencia, con elementos ornamentales de raíz oriental, referenciados a lo que se sabía de China y Turquía; Japón había permanecido en el ostracismo hasta 1868 y a Luis II no pudieron llegarle muchas noticias del “Japón tradicional”, por el que muy probablemente se habría sentido especialmente interesado.
Es difícil entender que, en pleno siglo XIX, muchos años después de la declaración de independencia norteamericana, cuando estaba a punto de florecer la unificación alemana y cuando el Absolutismo apenas era una añoranza, al rey de una, por entonces, no muy rica región de la actual Alemania se le ocurriera movilizar un “programa arquitectónico” que uniera las fórmulas ostentosa del Rey Sol con la reinterpretación wagneriana del Medievo alemán… Cuando el turista curioso visita los palacios que Luis II y si supera con bien el síndrome de un Stendhal hortera, se preguntará qué tipo de persona sería y si, como se oye en los ambientes de divulgación estética barata, realmente se trataría de un loco… Protagonizó tantas excentricidades, que sería ingenuo no suponerlo, cuando menos, un personaje anómalo, excepcionalmente anómalo; de hecho, así lo juzgaron sus contemporáneos y, para aclarar aún más el juicio, los médicos —al menos, algunos médicos de la época—le colocaron la etiqueta de “loco”…
Con esa información preliminar en la mano, como de Wikipedia en castellano, es tentador sedimentar la valoración de síntesis que suele aparecer en los manuales sucintos de Historia del Arte y, por supuesto, en casi todas las guías turísticas: “Ludwig, el rey loco, uno de los príncipes más influyentes del romanticismo alemán, además de promover algunas obras de menor entidad en la Residez y en algún otro lugar, encargó la construcción de tres palacios maravillosos…”


Luis II de Baviera, por William Tauber, 1864 (retocada digitalmente)
Sobre el “siglo romántico”

Los historiadores del arte convencionales, propensos a ejercer la profesionalidad colocando etiquetas, lo explican fácilmente: Ludwig, el hermoso rey bávaro, fue paradigma de su tiempo, de aquellos años que definieron la “esencia” del Romanticismo europeo en su etapa final; siguió al pie de la letra el lema colocado sobre el frontispicio del “gran templo romántico”, la frase de Caspar David Friedrich:  “El sentimiento del artista es su ley”, que podríamos hacer extensiva a la figura del mecenas o, incluso, del promotor... Según dicho punto de vista, estaríamos ante un universo arquitectónico determinado por los sentimientos de un rey “visionario”… “esencialmente romántico”; muchos “genios románticos” fueron juzgados por sus contemporáneos como locos...
Confieso que etiquetas como ésa, consagradas por la historiografía tradicional, suponen imprecisiones que desacreditan el muy útil instrumento lógico de la generalización, sencillamente porque encierran falacias que no iluminan el conocimiento del pasado, objetivo prioritario de la Historia del Arte; muy al contrario, lo enturbian, con frecuencia, para rediseñar una “Historia” que, también con excesiva frecuencia, sólo sirve para legitimar por vía consuetudinaria toda suerte de estupideces… convenientes a los intereses dominantes. ¿Se puede hablar de “movimiento romántico” para toda Europa, con lo que ello tiene de homogeneización, en un siglo tan volcado a la diversidad? Sin perderme en digresiones preliminares, a las que soy tan aficionado, para que el lector se haga una idea de por dónde van mis “tiros”, bastará con recordar lo complicado que es —que sigue siendo— definir el “manierismo” como corriente estética implantada en “toda Europa”; algo parecido sucede con el Barroco y, por supuesto, con el Rococó. Aunque existieran algunas circunstancias comunes, el siglo XIX fue demasiado complejo para etiquetarlo como el “siglo del Romanticismo”, si pretendemos que las etiquetas tengan algún sentido.
Para complicar aún más las cosas, el caso de Luis II de Baviera encierra circunstancias aceradas que activan prejuicios poderosos... Supongo que el lector bien informado ya se estará imaginando a qué me refiero. Y cuando medran los prejuicios, florecen las torpezas, las inexactitudes y los tópicos.

Castillo de Neuschwanstein, detalle de una de las torres
Para comenzar el análisis de inclinación escéptica sobre Luis II de Baviera —algunos dirían para “deconstruir” la figura mítica de Luis II—, en primerísimo lugar, deberíamos tener en cuenta que en aquellos tiempos la etiqueta de “loco” se aplicaba con excesiva frivolidad, sobre todo, si mediaban intereses más o menos poderosos, y en el caso que nos ocupa, eran muy poderosos. En segundo lugar deberíamos considerar que la Historia es implacable con los perdedores y se construye con los huesos de los derrotados y la argamasa de los intereses dominantes; y a Luis II de Baviera le tocaron tiempos difíciles para los de su “especie”. Sólo a un "loco" se le podría ocurrir nacer rey en un país que estaba a punto de conocer a Bismark, la Primera Guerra Mundial, los difusos acontecimientos de la República de Weimar y el régimen Nazi… ¡Y salió la bicha!
El siglo XIX contempló fenómenos casi tan variados y complejos como los del siglo XX; demasiado variados y demasiado complejos para nombrarlos —o catalogarlos— mediante una etiqueta equívoca, de connotaciones —vulgares y cultas— excesivamente estrechas que arrojan humo sobre los fenómenos más característicos de aquellos años.
Se dice que el Romanticismo fue una corriente nacida a finales del siglo XVIII como reacción a las fuerzas socio-culturales que había desencadenado fenómenos tan complejos y trascendentes como la Ilustración, la Independencia  de Norteamérica, la Revolución Francesa, la primera Revolución Industrial, la explosión nacionalista… Esa reacción supondría alejarse de los dictámenes de la razón para volverse hacia el universo de los sentimientos… ¡Como si los sentimientos no hubieran sido factor de motivación primordial en la actividad de las personas, en los movimientos político y, sobre todo, en los procesos creativos! Se me responderá que esa reacción es muy clara en los universos creativos de todo tipo; tanto en artes plásticas como en música o literatura se advierten corrientes innovadoras encaminadas por cauces contrarios a los indicados por las "Academias"...
Sí, ya sé que el movimiento neoclásico generó cierto cansancio, pero había calado tan profundo que, incluso durante los siglos siglo XIX y XX ,—y seguramente también durante el XXI— podríamos hablar de un proceso estético derivado de la dialéctica entre los modelos tradicionales —asentados sólidamente en los ámbitos académicos—, que había culminado en la recuperación de los paradigmas de la Antigüedad, y la aparición de formas inclinadas hacia los aspectos más personales de los creadores, acaso porque el desarrollo cultural, en su dependencia del sistema capitalista, llevaba implícito un poderoso componente ético volcado hacia la exaltación de la individualidad. Durante la primera mitad del siglo XIX —y, por supuesto, durante los tiempos inmediatamente posteriores—, los creadores debieron prestar atención a los nuevos clientes, con exigencias más “subjetivas”, pero también a los antiguos, que en muchos lugares mantenían sus prerrogativas y demandaban un tipo de arte más convencional, más relacionado con los paradigmas académicos. A ello aún deberíamos unir el "gusto popular", construido, precisamete, desde las cualidades enfatizadas por las Academias.

Interpretación de la aparición de Lohengrin en el castillo de Neuschwanstein
La segunda mitad del siglo XIX arroja una situación que, por efecto de la revolución industrial o en sintonía con ella, comienza a adquirir una dinámica de transformación cultural progresivamente acelerada, que desembocará en la aparición de las vanguardias. Desde el objetivo implícito de este comentario, las iniciativas culturales más relevantes de Luis II de Baviera, conviene enfatizar varias circunstancias:

1. Los procesos de transformación ideológica substanciados a medida que progresaba el conocimiento dieron paso a nuevas preocupaciones y, sobre todo, a una nueva manera de contemplar el mundo y la naturaleza humana, mucho más dependiente de la realidad (de la observación “científica” de la realidad) que de las fórmulas consuetudinarias que, sin embargo, se mantuvieron con bastante peso social. La Teoría de la Selección Natural de Darwin se hizo pública en 1838 y aunque los sectores conservadores la recibieron con burlas, podríamos decir que estaba aceptada en los ambientes científicos a partir de 1859, cuando se publicó El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida. La confluencia de planteamientos y de puntos de vista nuevos abrió un período de conflictos y enfrentamientos de consecuencias no siempre dramáticas, pero que colorearon decisivamente la segunda mitad del siglo XIX y también la primera del siguiente. Las supuestas o reales reacciones al racionalismo tuvieron lugar en un momento cada vez más condicionado por el progreso científico y, en consecuencia, los sectores culturales más activos jamás recuperarían los “paradigmas mentales” del Antiguo Régimen, aunque éstos subsistieran adheridos a ciertos estratos sociales, políticos y religiosos. En suma, a Luis II de Baviera le correspondió vivir un período de tensiones y conflictos entre las formas tradicionales de pensar y de contemplar el universo y las nuevas, que como veremos enseguida, le afectaron de manera muy especial y marcaron algunas de sus propias contradicciones.
2. Las transformaciones engendrarán un nuevo marco político que desterrará al sistema absolutista y abrirá las puertas a modelos sujetos a los intereses de la estructura económica capitalista, plenamente implantada en las regiones más desarrolladas. En toda Europa y en paralelo al desarrollo industrial, se difundirán las ideas políticas nacidas en la Revolución Francesa y substanciadas en el Código Napoleónico; en parte de esos lugares, el debate político tendrá por objetivo adaptar a las propias raíces culturales los nuevos planteamientos, pero siempre con una referencia invariante:  el poder debía pasar definitivamente de la aristocracia a la burguesía, cada vez más poderosa. Sólo los países más atrasados y marginales, aquellos en los que la Revolución Industrial había caldo poco o tarde, permanecerán al margen del torbellino. El punto culminante de esta transformación acaeció en 1848, cuando un reguero de pólvora revolucionario recorrió algunas de las más importantes ciudades europeas (Francia, Alemania, Austria, Hungría, Italia, etc.) para poner punto final práctico al espíritu del Congreso de Viena (1814-15), último intento de quienes seguían empeñados en aferrarse al Antiguo Régimen.
3. La substanciación de los fenómenos nacionales, que, unidos al proceso anterior, modificarán radicalmente el mapa político de Europa. Ello derivará en una situación que acentuará la mencionada inestabilidad y no se concretará en lo más relevante hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando finalice la II Guerra Mundial; en algunos países y regiones, en España sin ir más lejos, el problema llegará al siglo XXI.
4. Los fenómenos revolucionarios, especialmente relevantes desde 1848. Tras la aparición de nuevos sistemas de pensamiento filosófico y científico o, si se prefiere, en paralelo a ellos, nacerán corrientes políticas enfrentadas al sistema capitalista y polarizadas según dos líneas fundamentales: el modelo anarquista, muy activo, pero de escasa proyección, y el marxista, cuya implantación desencadenará fenómenos revolucionarios de gran importancia en casi toda Europa. En 1867 aparecía el primer tomo de El capital de Carlos Marx; para entonces, los movimientos políticos de matiz socialista o comunista ya tenían implantación en gran parte de Europa y, desde luego, en Alemania (Marx había nacido en Tréveris, Prusia). En 1848, Proudhon, uno de los padres del anarquismo, fue elegido diputado para la Asamblea Nacional francesa. La mayoría de estos movimientos fueron reprimidos radicalmente, aunque abrieron caminos de importantes implicaciones para el desarrollo del siglo XX. Algunos de estos movimientos se fundirán con los procesos nacionalistas; otros serán difuminados; otros abrirán líneas de acción política que durarán muchos años…


En ese contexto, aún más diversificado si tenemos en cuenta el mencionado retraso de la mayoría de las regiones de la actual Europa (Hungría, Rumanía, España, Portugal, Grecia, etc.), definir el siglo XIX como la época de “lo subjetivo”, “lo individual” y todas las categorías que suelen relacionarse con el Romanticismo, parece, cuando menos, tendencioso, a no ser que estemos pensando en cómo veían el mundo los sectores que detentaban el poder político y económico. Desde ese punto de vista, las revueltas obreras hasta podrían etiquetarse como “movimientos románticos” —de hecho, aún hoy algunos "periodistas" (manipuladores) de postín recurren a esa categorización para etiquetar (desacreditar) ciertos fenómenos sociales. Durante el siglo XIX y, sobre todo, durante la segunda mitad del siglo XIX, encontraremos procesos culturales posicionados de un modo u otro en relación a los fenómenos mencionados y algunos otros de implantación más local. Lo que sucedió en España durante el siglo XIX tiene poco en común con el proceso de unificación italiana y menos aún con el de Estados Unidos, en plena expansión económica…
Con sólo recordar estas circunstancias, la figura de Luis II adquiera un perfil diferente del que ofrece el cliché "romántico" tradicional, porque lejos de aparecer como un lunático empeñado en iniciativas absurdas, emerge como alguien algo excéntrico pero bastante sensato: es fácil explicar buena parte de las supuestas "decisiones alocadas", mediante argumentaciones racionales.

Visconti y Luis II de Baviera

Me apetecía afrontar el análisis de las obras promocionadas por Luis II de Baviera a partir de la película realizada en 1973 por Luchino Visconti —para mí también mis sentimientos son leyes—, que para muchas personas de mi generación y posteriores, supuso una referencia muy fuerte sobre el personaje histórico, en apariencia, poco relevante incluso para los aficionados al universo histórico, entre quienes somos numerosos quienes “creemos” que la Historia no la hacen los príncipes ni los generales.
Por no serpentear demasiado en la linealidad lógica, antes de nada, me gustaría destacar dos circunstancias importantes. La primera, que la película de Visconti no es una reconstrucción histórica según la Escuela de los Annales, sino una “creación personal”  y, que por consiguiente, no deberíamos ser demasiado exigentes en cuestiones de rigor descriptivo…  De hecho, en Internet es fácil seguir las “imprecisiones” de la película (Wiki italiana) que, sin embargo y salvo en el detalle de los “proyectos” de los palacios —que aparecen en la película—, apenas tienen relevancia para lo que veremos a continuación. Sin embargo, también es preciso tener en cuenta que, por razones que no desarrollaré aquí pero que el lector puede intuir con facilidad, “interpretaciones” como la de Visconti, contando incluso con la carencia de rigor propia de los ámbitos expresivos, suelen informar mejor sobre la “realidad histórica” que los tratados rigurosos y eruditos. Si alguien desea hacerse una idea sobre cómo era la Edad Media, lea Los pilares de la tierra o El queso y los gusanos y aléjese de Pirenne y de las enciclopedias…
La segunda, si no tomamos ciertas precauciones, la imagen de Luis II ofrecida por Visconti podría interpretarse como la de “personaje romántico”, en el sentido más “popular” del término; y este hecho me parece muy relevante porque paradójicamente —dado el planeamiento ideológico de Visconti— vendría a reforzar las visiones más conservadoras y simplistas de la historiografía tradicional. La solución al aparente enredo contradictorio es simple: es prioritario “entender” el planteamiento de Visconti, que no es fácil para quienes no estén familiarizados con las corrientes ideológicas de los sectores progresistas europeos en el momento de realizarse la película (el 68 y los años inmediatamente posteriores).


Al contemplar una película “histórica” de Visconti, es obligado saber que el Conde Rojo entendía la Historia como un instrumento que nos ayuda a establecer estrategias políticas y personales en el presente. Dicho de otro modo: para Visconti es más importante ofrecer reflexiones políticas que históricas, en una línea ideológica muy relacionada con la figura de Antonio Gramsci, que fue uno de los primeros marxistas sensibles ante la relevancia del entramado cultural en el desarrollo de la dinámica histórica. Para éste, la relación entre infraestructura y superestructura sería más profunda de lo que habían planteado los teóricos "clásicos".
A los primeros y más elementales objetivos políticos, debiéramos unir una preocupación muy personal del cineasta milanés, acaso derivada de la pretensión de conciliar sus propias preocupaciones con las propuestas de Antonio Gramsci: emplear su vida creativa como referencia básica del análisis o la reflexión. Desde ese punto de vista, Visconti repite, en cierto modo, el planteamiento de Muerte en Venecia; y también aquí se pone la piel del protagonista para ofrecer al espectador una reflexión con mayores posibilidades de proyección política directa e inmediata (lo que le pasó a él se puede relacionar con lo que me pasa a mí y con lo que te pasa a ti) centrada, sobre todo, en las circunstancias que ambos personajes —el rey de Baviera y el conde de Lonate Pozzolo—tuvieron en común:
1. Pertenecer a un grupo social condenado a la desaparición. La nobleza alemana estaba a punto de ser devorada por las corrientes de integración nacional, casi en paralelo perfecto a la situación que le tocó vivir a Visconti en un contexto social donde pertenecer a la nobleza no estaba bien visto. No hacía falta que Sorrentino filmara la Grande Belleza para que en los ambientes “ilustrados” italianos, se contemplara a la aristocracia como casta esencialmente parasitaria; además ya nos lo había explicado cierto personaje oriundo de Rimini y “replantado” en Roma…
2. Una sexualidad “sociológicamente” anómala, que colocaba a ambos —por razones diferentes pero comparables o equiparables—en situaciones contradictorias con las “creencias” dominantes en los grupos políticos propios. Para Ludwig II, como católico, era inaceptable no someterse al imperativo divino de “creced y multiplicaos”: el hombre debe sentir inclinación por la mujer como ésta por aquél; romper una norma contingente tan relacionada con los designios divinos era, enfrentarse a la Voluntad Divina. De ahí lo del “pecado nefando” y lo de ciertas posturas recalcitrantes, incluso, de ahora mismo. Para Luchino Visconti, como marxista de aquellos tiempos —por fortuna, en 40 años ha llovido mucho en este sentido—, asimismo era inaceptable participar de unos usos que, en pura ortodoxia, eran ajenos a la lucha de clases; la homosexualidad era entendida por ciertos sectores "progresistas" de la época como una “anomalía neurótica de la burguesía”. El propio Visconti enfatizó la asociación entre la sexualidad “anómala” e ideología reaccionaria en algunas otras de sus películas (Muerte en Venecia, La caída de los dioses, el Inocente, Conversaciones) al igual que hizo Bertolucci en Novecento, con menos referencias retóricas o, incluso, en El conformista, aún de modo más explícito. Seguramente esta manera de entender la sexualidad “anómala” sea una de las partes más débiles de los argumentos de casi todas las películas mencionadas (y de muchas producciones literarias de la época) y de una forma de acercarse a la sexualidad que hoy parece muy lejana pero que debemos valorar, para no perder de vista matices muy relevantes.
3. Ludwig mostró una voluntad, compartida con su abuelo, por ejercer sus funciones institucionales en una línea vinculada a las ideas de la Ilustración o, incluso, del Despotismo lustrado: los reyes deben promover el enriquecimiento cultural de sus súbditos. En consecuencia, respaldará decisivamente la carrera de Richard Wagner y promoverá varias "empresas culturales" de naturaleza diversa. Luchino Visconti, por su parte, como “intelectual progresista”, dedicará la vida a trabajar en el montaje de espectáculos (teatro y ópera) y cine para construir una "obra" que supusiera su aportación al desarrollo de una superestructura que aportara algo relevante en el sentido de sus propias ideas políticas. También en este aspecto aparece con fuerza el legado de Gramsci, para quien las transformaciones políticas podían derivarse de las transformaciones culturales. Si la burguesía era incapaz de ofrecer respuestas a las necesidades culturales de sus conciudadanos, la situación sería idónea para que aparecieran los intelectuales progresistas con propuestas prácticas y concretas, que redundarían en el prestigio moral de línea política donde estuvieran inscritos.

Luchino Visconti
Sintetizando... Con su Ludwig, como con casi todas sus películas "históricas", Visconti nos está ofreciendo una obra que pretende movilizar una reflexión sobre la "reinterpretación" de la figura del rey bávaro desde un punto de vista en el que se mezclan dos factores fundamentales: las ideas de Gramsci, muy influyente entre la intelectualidad progresista italiana de aquellos años, sobre la capacidad de las artes por activar transformaciones políticas, y las preocupaciones personales del propio Visconti.


La película.  El Ludwig de Visconti

Los elementos explícitos. Imagen, guión y sonido

La película que es posible ver en las ediciones recientes no es la que se estrenó en su día, sino una versión ampliada montada por sus incondicionales después de su muerte, que intercalaron algunos descartes. Acaso por ello, se advierta un ritmo narrativo que excede lo habitual en su filmografía. Visconti no es un cineasta “chispeante”, pero tiene pocas películas tan lentas.  A ello también contribuye un tratamiento de la imagen demasiado intimista, posiblemente condicionado por ciertas ideas de la época (Nouvelle Vague), inclinadas al uso de imágenes "sugerentes", sin contenido narrativo claro. Se supone (se suponía y aún se supone) que esas imágenes enriquecen el discurso expresivo aunque, en contrapartida y por lo general, enturbian el proceso narrativo, en beneficio de una "empatía", que no suele ser sino simple proyección sentimental del espectador. Cuando esa “anomalía” es compensada con imágenes o situaciones estéticamente espectaculares, el progreso de la película es más “tolerable” (La caída de los dioses es un magnífico ejemplo); en caso contrario, la película infunde perplejidad y sopor, sobre todo a quien carece de recursos para captar los detalles significativos que construyen la compleja trama de referencias y alusiones.

Si observamos el guión, percibiremos la escasa atención que Visconti prestó a las circunstancias que les distanciaban; y entre ellas destacan dos, a mi juicio, de gran entidad, que enfatizan aún más la mencionada voluntad de dejar en segundo término al Ludwig real: el sustrato filosófico donde ambos militaban, casi antagónicos, y las ideas estéticas, lógicamente relacionadas con el fundamento ideológico, significativamente alejadas, por decirlo en términos suaves. Es divertido observar lo poco que aparecen en la película referencias claras a Schopenhauer y, asimismo, es sorprendente la escasa entidad visual que la película otorga al universo estético de Ludwig. Por momentos, se diría que la película no fue rodada en los ambientes históricos “naturales”. Para un cineasta como Visconti, por lo general empeñado en “forzar” la relación entre cine y pintura, es muy significativa la poca voluntad que puso en sacar partido visual a las mil posibilidades del palacio de Herrenchiemsee  y que ni tan siquiera ofreciera contrapartidas compositivas que dieran réplica a los pintores que “decoraron” el castillo de Neuschwastein, como hizo en Muerte en Venecia.  Las pocas referencias que hace a dichos palacios casi son anecdóticas y, por lo general, forzando el tratamiento de la imagen hacia los primeros planos. En esa tendencia sólo se salva la gruta del palacio de Linderhof, que “protagoniza” una breve secuencia y alguna otra toma como aquella en la que aparece la Galería de los Espejos de Herrechiensee.


Sin embargo, la situación cambia si atendemos a las referencias operísticas (literarias) de Wagner. El “Ludwig” de Visconti aparecerá constantemente relacionado con la obra de Wagner hasta extremos que nos hacen dudar de si no intentaría confundir al espectador mediante un calculado juego de sustituciones, alusiones, reflejos, en suma, de ambigüedades. No obstante, ese acercamiento de Visconti a Wagner no se refleja en la banda sonora. De hecho, la película aprovecha pocos fragmentos del compositor alemán, al que no debió tener mucha simpatía, si observamos cómo lo presenta: un tipo sin escrúpulos que sólo se relacionó con el monarca para conseguir dinero.  En contrapartida a esa visión crítica, la película ofrece una secuencia, innecesaria desde el punto de vista del discurso global, para que el público escuche uno de los más aclamados monumentos líricos de Wagner: el idilio de Sigfrido. Obviamente no “encaja” tan bien como el Adagietto (cuarto movimiento) de la Sinfonía nº 5 de Mahler, con el que comienza Muerte en Venecia y no sé si alivia el tedio acumulado por tanto plano en clave baja.
Para “completar” la visión que el cineasta italiano tenía de la relación entre Wagner y Ludwig, expresa mediante los labios de Elisabeth (Sissi) un juicio sólo imaginable en el contexto estético e ideológico del propio cineasta:
“Si tu Wagner vale tanto como dices, no necesitará tu ayuda: tu patética amistad con él sólo te da la ilusión de haber creado algo importante, como yo te doy la ilusión de un amor. No puedes estar solo. Yo para ti tendría que ser el amor imposible y dar así una justificación a tu conciencia. Necesitas una ayuda que yo no puedo darte.”
Visconti se aleja de la concepción del “bloque hegemónico en crisis" de Gramsci, que podría habar generado otro diálogo, más próximo a la actual "lectura" de Freud, para forzar un juego de sublimaciones asociado a una personalidad más peculiar que neurótica. Ludwig estaría condicionado por un impulso no racional, que pondría en conexión la entidad estética con lo más profundo del ser humano y que podríamos relacionar con “la voluntad de vivir” que delimitará la tradición freudiana como el polo positivo de la entidad dialéctica que rige sobre la motivación humana: el Eros; un Eros que, en el caso de Ludwig, estaba condicionado por su inclinación sexual, que le incapacitaba para cumplir una de sus funciones esenciales (mantener la saga dinástica). Obviamente, en los años setenta hubiera sido inimaginable un planteamiento de ese tipo, a que hubieran sido muy receptivos los sectores sociales sexualmente "anómalos", pero por entonces éstos estaban en otras cosas.
Con una postura más "conservadora", Visconti nos presenta a un Ludwig cuyas necesidades reprimidas, le conducían al autoengaño sobre la relación "amorosa" (?) con Sissi, pero también a una vía de sublimación orientada a la protección a Wagner. Desde esa protección podía hacer algo muy importante: enriquecer el espíritu del pueblo alemán. Pero teniendo en cuenta que estamos en los tiempos muy condicionados por el pensamiento de Marcuse, parece obvio también que, según el guión, ese planteamiento culminaba en una situación especialmene enfatizada durante los años sesenta y setenta: la alienación, por cuanto Ludwig se veía obligado a renunciar a su propia realidad sexual. Y desde esa alienación o negación de la propia personalidad, debería surgir un proceso "natural" de autodestucción.


Ese esquema define el eje modulador de la película, que alude a las circunstancias sexuales del Ludwig en muchas ocasiones, acaso en demasiadas. Se manifiesta atemorizado por las mujeres, como Sigfrido cuando contempló por primera vez a Brunilda en su naturaleza real; como a Sigfrido, al personaje de la película también le gusta estar solo y desprecia a las personas que le rodean (el Ludwig real también prefería estar solo). Obviamente, la elección de esta comparación no parece casual, porque en la obra de Wagner, Brunilda aparece vestida como guerrero y Sigfrido experimenta miedo al advertir que lo que él creyó un hombre era, en realidad, una mujer…  Se diría que, como algunos "ultracentristas" actuales, Visconti entendía la homosexualidad como resultado de la conjunción de múltiples factores "negativos" y entre ellos, la incapacidad para superar el miedo que infunde la mujer a los varones menos embrutecidos en los momentos previos a la maduración sexual…
Las aseveraciones descontextualizadas y “discutibles” sobre la homosexualidad recogidas en la película son frecuentes y, en ocasiones, bochornosas. En una conversación entre Sissi y Sophie aquella alude a la superación de la homosexualidad entre jóvenes extrasensibles y vulnerables… Y pocos minutos después, antes de que Ludwig cancele el compromiso matrimonial, el confesor  llega a decir algo que más parece propio de los sectores más conservadores de nuestros días: “En una habitación obscura, con la imaginación del pecado te darás cuenta de que el calor de un cuerpo es igual al de otro”. Francamente, no creo que a mediados del siglo XIX se pudiera plantear algo así… contando incluso con el hecho de que la homosexualidad no fuera duramente perseguida por las leyes bávaras durante aquellos tiempos (la situación cambiará poco después). El comentario apenas ilustra las fórmulas hipócritas que, durante siglos, pretendieron enmascarar la homosexualidad masculina: “Si no ejerces de bardaje, aunque prefieras estar con hombres, de noche, en la cama, apenas notarás la diferencia y podrás cumplir los designios divinos.” ¡Qué estupidez!
En otro momento y también con la misma Elisabeth, la relación culminará en un “beso cálido” que acaso esté concebido para materializar una atracción que no podía llegar a las partes inferiores, porque esa relación se debía reservar a la futura esposa, Sophie, tal y como expresa aquélla cuando, al recibir de Ludwig un ramo de flores, no duda en entregárselo a su hermana. Sin solución de continuidad y en otro orden de cosas, la propia Sissi hará un comentario premonitorio que hubiera tenido más sentido en boca de un determinista:
“El amor también es un deber y el tuyo es el de construirte una realidad. Olvida los sueños de gloria; los reinantes como nosotros no tienen historia, sirven de ostentación; se les olvida pronto a menos que nos den algo de importancia asesinándonos.”
Eran tiempos en los que en el horizonte se veían claros los cambios inducidos por los fenómenos nacionalistas y por el progresivo protagonismo de los partidos revolucionarios.  Por si alguien aún tenía dudas, cada vez estaba más claro que la historia no la protagonizaban los príncipes. Y aún Visconti reiteraba el juicio en palabras del personaje Wagner, que también podría interpretarse en términos de autocrítica o como una referencia al juicio de Gabriele d’Annunzio:  (Luis II es) “un crio descerebrado; el último lunático de una familia de lunáticos”.


A medida que progresa la película y frente a las acciones de sus parientes y personajes cercanos, Ludwig parece asumir su homosexualidad en un proceso definido por la línea argumental  que, de ese modo y como sucede en Muerte en Venecia, enfatiza la identificación del rey bávaro con el propio Visconti.  Para acotar el proceso, el cineasta italiano recurre a varias situaciones cinematográficamente “fuertes”: el encuentro con la prostituta enviada por su madre y el confesor, que se comportará como Kundry en la parte final de Parsifal, cuando su beso hace que el héroe “casto e ingenuo” se transforme en redentor; la anulación del compromiso con Sophie y, sobre todo, el beso con el criado (en amplias zonas europeas, el beso entre hombres se podría interpretar con matices no homosexuales, pero tal y como lo ofrece Visconti, no parece caber duda). Desde este último momento, es decir, desde cuando resuelve el conflicto moral activado por su propia sexualidad, paradójicamente, Ludwig emprende el camino contrario al de su héroe de referencia: el rey de Baviera permanecerá en la marginalidad política y en una degradación física que podría entenderse relacionada con ciertos componentes masoquistas y, en todo caso, anticipa la voluntad explícita o implícita de autoaniquilación… ¿de fusión con la naturaleza? La forma en que apare su cadáver en la película así podría indicarlo… Pero reconozco que esta interpretación relacionada con las ideas de Schpenhauer podría ser forzada.


Los elementos implícitos. El fondo argumental

En definitiva, Visconti deja al margen algo tan importante como el sustrato ideológico que, según parece, compartían el músico y el rey y ayudaría a explicar que el vínculo entre ambos fuera tan estrecho y duradero. Luchino Visconti prefiere construir el drama existencial de Ludwig desde la represión moral que personaliza el “padre Hoffmann”  con quien el personaje tiene una conversación al comienzo de la película, en la que aquél le hace notar la importancia de la humildad. El rey le indica que tiene la intención de rodearse de sabios y artistas, como debiera corresponder a un monarca interesado en proyectar prestigio… El confesor enfatiza con vehemencia que siempre debe permanecer al servicio de Dios… Supongo que para Visconti este detalle era muy útil para el juego de ambigüedades mencionado y asegurar en el guión la relación entre el rey de Baviera y Parsifal… (enseguida volveremos a ello). Desvinculado de su relación con el pensamiento de Schopenhauer, la codicia de Wagner, implícitamente elevada a la categoría de “factor económico”, se convierte en uno de los soportes fundamentales del entramado argumental de la película. Ingenuidad marxista en estado puro…

Ingenuidad que, sin embargo, no encaja bien con la influencia de Gramsci y el énfasis que éste pudo en la relación entre “lo cultural” y “lo político”. Casi de inmediato, la película se aproxima a otras circunstancias que nos conducen directamente al territorio de Antonio Gramsci:  el perfil psicológico del rey bávaro queda acotado entre una voluntad no sé si ilustrada, pero de claras vinculaciones con  El Príncipe, de Maquiavelo —referencia habitual del político italiano—, su condición noble y, por consiguiente, las obligaciones derivadas de ella y, por supuesto, de sus creencias católicas.  Aunque tenga la voluntad de incrementar el nivel cultural de sus conciudadanos, jamás deberá retar a Dios o a la Iglesia con una “religión nueva”…
Y todo ello aliñado con el mencionado juego de sugerencias y ambigüedades o de sugerencias ambiguas, que conecta al Ludwig de Visconti con los personajes wagnerianos, hasta convertirlo en uno de ellos y de ese modo, dar respuesta a esa pugna cultural. Concretamente, en una conversación con su prima Elisabeth (Sissi), al comienzo de la película, Ludwig le llama cisne, que será animal recurrente en su propia proyección como Lohengrin o como Parsifal (cisne saeteado por Parsifal), e incluso, Elisabeth le dice que se parece cada vez más a ella, aunque advierte de su limitada inteligencia, en un juicio que podría haber formulado también el “verdadero” Richard Wagner que, muy probablemente, eligiera el título “Parsifal” (“necio y casto”) pensando en Ludwig.
Es tentador suponer que Visconti construyó el personaje del rey alemán con una porción muy relevante de Kundry, personaje que en el Parsifal de Wagner ofrece gran complejidad psicológica y una gran carga de conflicto interior, en paralelo a cómo aparecerá Ludwig, sobre todo, en la parte final de la película. De ese modo surgiría un triángulo de sugerencias definidas por las relaciones de proximidad e identidad entre Ludwig (Parsifal), Sissi y Kundry, de implicaciones espectaculares para el armazón argumental. No sería la primera vez que Visconti planteara juegos similares…
Y ello le sirve para establecer un proceso evolutivo, no sé si paralelo al de la Kundry de Parsifal, que culminará en la aceptación de la propia condición sexual “anómala” como preámbulo de autodestrucción o de redención, según sean nuestras referencias (enseguida volveremos a ello). En suma, un personaje en náusea permanente, que podría servir para definir el paradigma de la angustia existencial, tal y como la definió Jean-Paul Sartre.



Otros factores

Visconti apenas presta atención a tres  circunstancias, a mi juicio, fundamentales para “comprender” las decisiones estéticas del Ludwig histórico: la asimilación de su propia sexualidad como una posibilidad derivada de su poder,  el influjo del pensamiento de Schopenhauer y, por supuesto, la dinámica histórica que estaba a punto de culminar en la sedimentación del Estado alemán moderno.
“Si soy rey puedo hacer lo que me dé la gana”. Al igual que había hecho su abuelo enfrentando la norma social en sus relaciones con Lola Montez o su prima Sissi, hoy, cuando nos hemos desprendido de muchos prejuicios homofóbicos, podríamos interpretar la decisión de Ludwig por desarrollar su sexualidad como una decisión perfectamente calculada y ajena al proceso autodestructivo. Como había hecho Luis I, como estaba haciendo su prima Sissi… ¿por qué no podía él, en su calidad de rey, enfrentarse a las limitaciones morales y hacer lo que le pedía el cuerpo? Desde esa constatación, el argumento de Visconti podría contemplarse con cierto escepticismo, incluso para valorar el sentido político de sus propias películas. La época de Ludwig coincide con un momento en que muchos miembros de las casas reales europeas obraron por encima de la hipocresía moral dictada desde los púlpitos. Hasta nuestra muy oronda Isabel II dejó vía libre a sus apetencias…
Al parecer, entre sus aficiones también se contaban los abusos sexuales, que deberían entenderse en un contexto de placer-dolor relacionado con las ideas de Leopold von Sacher-Masoch, de quien se sentía “alma gemela” y con quien mantuvo relación epistolar.
Lógicamente, esa posibilidad habría debilitado el hilo argumental marxista de la película, pero habría abierto una posibilidad enriquecedora del análisis histórico e, incluso, el análisis político (por una línea diferente, claro está), por lo que ello habría supuesto al sumar al perfil estrafalario de Ludwig un componente antisocial...


El problema “filosófico”, por llamarlo de algún modo

Las fuentes nos cuentan que Ludwig se presentó con un gran admirador y seguidor de Schopenhauer y desde ese dato, que parece bien contrastado, se pueden deducir algunas circunstancias importantes.
Las nociones de “voluntad” y “representación” —tal y como las definió el mencionado filósofo— ponían sobre la mesa cuestiones que ampliaban considerablemente los marcos social y estético, para cubrir los universos de la condición humana más o menos como hoy los entendemos. Desde Schopenhauer es relativamente fácil llegar a una polaridad, derivada aún de la tradición kantiana, articulada entre lo sublime y lo más negativo del ser humano, que formaría parte de la "esencia" del ser humano con más relevancia fáctica que la lógica racional. Schopenhauer lo había esbozado, Nietzsche lo enfatizaría y Freud lo sistematizaría pocos años después hasta configurar el modelo que llegaría a nuestros días y del que participaba el propio Visconti.
Desde la comprensión de las ideas de Kant, para Ludwig tendría gran relevancia el “acto desinteresado” (desde las motivaciones estrictamente personales), muy especialmente si estaba de por medio la voluntad de un rey, aunque su poder fuera escaso. De hecho, buena parte de sus iniciativas estéticas corrieron a cargo de su propio bolsillo y de su capacidad de endeudamiento. Si unimos a ello que, por influjo oriental, comenzaban a valorarse las formas de vida ascética vinculadas a la búsqueda de fórmulas de autonegación (y autorregeneración), estaremos en mejores condiciones para contemplar (“entender”) algunas “excentricidades” (las de el invernadero de la Residenz apuntan en esta dirección) y, sobre todo,  las supuestas locuras del “rey del claro de luna”. Estas "locuras" sólo serían manifestaciones de una “voluntad intuitiva” muy condicionada por el momento histórico; acaso pretendiera, sencillamente, ofrecer una aportación relevante al desarrollo de la cultura alemana, vivir según sus apetencias y, simplemente, que le dejaran en paz.

Shopenhauer
Desde este mismo punto de vista, alejando las implicaciones “a posteriori” (la derivación nazi de Schopenhauer) que, muy probablemente, pudieron incomodar a Visconti y a cualquier persona “progresista” de los años sesenta y setenta, Ludwig más parece visionario que loco, dado que tomó partido por un planteamiento que está en los orígenes de buena parte de las corrientes estéticas actuales y, sobre todo, de las relacionadas con nuestra actual manera de entender el hecho estético, tanto si pertenecemos a las mayorías no cualificadas como a las minorías altamente cualificadas.
Sin embargo, a mediados del siglo XIX, las preocupaciones eran muy diferentes a las de quienes vivieron (vivimos) la asimilación de las Vanguardias Históricas. En aquellos tiempos y, sobre todo, a partir de las reflexiones de personajes con Schopenhauer o Nietzsche, eran mucho más prosaicas y directas. Cuando el racionalismo había arrojado fuera de los vértices del desarrollo cultural al pensamiento mítico, procedía encontrar fórmulas que atendieran a las necesidades humanas que habían justificado las estructuras religiosas tradicionales y que habían quedado al margen en los discursos de los seguidores de Kant y de Hegel. En ese sentido, es interesante destacar cómo convergen en el tiempo la iniciativas aquí mencionadas con otras como las de Helena Blavatsky (1831-1891) de mayor calado popular, con un objetivo común: dar respuestas “modernas” a las necesidades trascendentes de las personas “modernas”… Gramsci también fue clarividente en este sentido y, como ya he mencionado antes, propugnó soluciones creativas favorables a la lucha de clases en el territorio de las necesidades espirituales del ser humano…
Ludwig y las obras de creadores como Wagner adquieren un sentido más complejo del que permiten métodos encorsetados como el marxismo tradicional o los historiadores institucionalistas. Woody Allen decía que al escuchar a Wagner, le entraban ganas de invadir Polonia. Estoy seguro de que la música de Wagner no infundía en Ludwig sentimientos comparables, sino otros muy diferentes para los que acaso no esté capacitado un “cineasta”, que lleva muchos años contando la misma historia, aprovechando las posibilidades narrativas del cine, sin tener en cuenta que, cuando el director-productor pretende ir más allá de la obtención de beneficios,  también la expresión cinematográfica puede conducirnos a territorios afines a los que antaño propiciaban las religiones tradicionales.
Para ello, para ofrecer al público propuestas que den respuesta a sus necesidades trascendentes, no vale “una historia” más o menos trivial, como las que nos suele contar W. Allen; se necesita “una historia maravillosa”, como las que nos solían contar David Lean, Akira Kurosawa, Federico Fellini, en ocasiones, Bernardo Bertolucci, etc. O como la que nos cuenta la Biblia. Y, por supuesto, hacerlo según parámetros estéticos que produzcan los efectos emotivos que, hasta poco antes, habían conseguido los artistas sometidos a los intereses de la Contrarreforma, mediante la fusión de arquitectura, pintura y música o de los aristócratas del Antiguo Régimen, jugando con los mismos elementos.
Antonio Gramsci
La diferencia fundamental, que podría justificar, en cierto modo, hablar de Romanticismo o de un fenómeno infinitamente más complejo, se apoyaría en la voluntad de construir una “realidad estética” para uno mismo, para goce y disfrute de un Ludwig decidido a encerrarse en un universo creado según su voluntad o en intenciones muy diferentes. Los hechos son, en este sentido, esclarecedores porque el rey de Baviera sólo ocupó eventualmente los tres palacios mencionados y ni tan siquiera pudo finalizar el más “interesante”, el de Neuschwanstein. Es obvio, pues, que Ludwig no sólo buscaba el goce personal, sino que, muy probablemente, también  intentara ofrecer a sus conciudadanos o a “la posteridad” la materialización “escenográfica” del universo wagneriano, como proyección de sus ideas, en gran medida tomadas de Schopenhauer y de un ambiente cultural volcado hacia la integración de las cualidades menos racionales y más “profundas” del ser humano.
Como antes anticipaba, la valoración de esos aspectos no acontece de la noche a la mañana, porque al menos desde el concilio de Trento la Iglesia se había dedicado a utilizarlas en su propio beneficio mediante la configuración de ritos volcados a desencadenar fenómenos de conducta en sintonía con el planteamiento trascendental que le era específico. Así como la música de Bach servía para agitar los espíritus de los fieles en la dirección conveniente a los ritos, las pinturas de siglo XVII hacían otro tanto a partir de la capacidad de las imágenes para activar fenómenos de conducta tan variados como lo es el repertorio iconográfico universal; y todo ello fundido con unos relatos que tanto activaban la emotividad como la fantasía, la misericordia, etc., es decir, todas las posibilidades de ser y sentir específicas del alma humana. Precisamente el siglo XVII vivió un punto de inflexión, por cuanto ciertas zonas europeas, las sujetas a Roma, mantuvieron la finalidad religiosa mientras que en otras, las reformistas, el “nuevo arte” se puso al servicio de una aristocracia cada vez más limitada por el desarrollo de los acontecimientos.

Nietzsche
En un tiempo que estaba próximo a la solemne declaración de la “muerte de Dios”, Ludwig, apoyándose en las tradiciones y relatos medievales alemanes, sus formas arquitectónicas, con frecuencia mezcladas con elementos romanos y bizantinos, y en sus pintores, va a ofrecernos un universo estético que, de hecho, operará casi exactamente igual que hasta entonces habían operado las religiones tradicionales y, muy especialmente, el catolicismo (religión dominante en Baviera). En ese universo, la máxima relevancia corresponderá, obviamente, a las óperas de Wagner, que, puestas en escena, “funcionan” (deben funcionar) como “obras de arte total” y tienen la virtud de ofrecer espectáculos que funden todos los elementos mencionados, para conseguir que el espectador se sienta partícipe de un acontecimiento que va más allá de los conciertos convencionales. Se ha dicho muchas veces que el Parsifal es mucho más que una ópera; estoy de acuerdo: el Parsifal es, ante todo, una grandiosa representación religiosa, estructurada de modo parecido a la liturgia de Semana Santa, que seguramente nació con la pretensión de “competir” con representaciones religiosas “populares” como la que aún se conserva en Obermmergau, donde cada 10 años ofrecen una representación de la Pasión de Cristo protagonizada por parte de sus habitantes. Pero no es algo parecido a los Autos Sacramentales de Calderón, porque Wagner no se limita a ofrecer referentes retóricos de los dogmas cristianos; da un paso más y se apodera de las tradiciones religiosas para conseguir algo absolutamente nuevo: una religión o, cuando menos, un rito nuevo, nacido de una “voluntad” que ya integra todos los elementos de la naturaleza humana y no sólo los racionales y positivos; entre ellos, los sentimientos, la necesidad de trascendencia, la capacidad de herir… incluso, las tendencias perversas. Y lo hará mediante una forma de “representación” que empleará todos los recursos sedimentados por la tradición cultural alemana, cualquiera que fuera su naturaleza. Ni a Wagner ni a Ludwig les importará mezclar leyendas medievales con elementos religiosos cristianos; no desdeñarán ni los muy sagrados ritos tradicionales que, con frecuencia, aparecerán convertidos en simples “recursos escenográficos”... de probada eficacia.
Y todo ello sin olvidar las aportaciones personales que sirven para cegarse con la etiqueta romántica, pero que son circunstancia obvia de todo proceso creativo, incluso aunque se haga bajo el estigma de la socialización. En ese sentido, el Parsifal, que sirvió a Visconti para dar forma a su Ludwig, acaso sea la más obvia materialización estética de la recreación del universo alemán  como “voluntad y representación”, donde conviven formas de entender la vida tan, en principio, diferentes como las de Ludwig y Wagner. La voluntad de Ludwig se manifestaría en las contradicciones que someten a buena parte de los personajes de la obra, sujetos a la dialéctica entre el Bien y el Mal, a las pugnas entre deseo y norma moral y a un destino fatídico inexorable a causa de un proceso histórico y cultural imparable. La de Wagner, en el mismo hecho creativo, supondría culminar un proceso que llevaba muchos años materializando en obras de calidad excepcional y que, de un modo u otro, son aludidas unas veces en la partitura, otras en la parte narrativa…

Parsifal at the English National Opera, 2011
Las circunstancias históricas concretas

Luis II de Baviera nació el 25 de agosto de 1845, festividad de San Luis, tres años antes de la eclosión revolucionaria que recorrió Europa, con resultados políticos diversos, pero que por lo general, fue reprimida a sangre y fuego. Empezó su reinado en 1864, a la edad de 18 años, que es un momento “ideal” para manifestar la “madurez” que garantiza la sangre azul.
Treinta años antes, se había puesto en marcha la Unificación Aduanera de Prusia, que abría un proceso de pugnas entre Prusia y el Impero Austro-húngaro por liderar el desarrollo de todos los “Estados” alemanes bajo los dictámenes del Congreso de Viena, procurando mantenerlos al margen de la presión liberal, cada vez más fuerte. En ese ambiente, los gobernantes de Prusia pondrán en práctica una política de compromiso social entre los junkers (terratenientes) y la burguesía industrial, que, bajo la titulación de Confederación Alemana del Norte, les permitirá protagonizar una fase de enorme desarrollo económico. Por el contrario, el Imperio Austro-Húngaro, sujeto a múltiples procesos centrífugos (nacionalistas) y a las taras específicas de la cultura católica, será incapaz de mantener la pugna. En ese contexto, por “razones familiares”, Luis II se verá obligado a tomar partido por el caballo perdedor.
La irreversible hegemonía de Prusia será patente el mismo año de la coronación de Luis II y de la recepción que éste otorgó a Richard Wagner en el Palacio Real de Munich,  en la Guerra de los Ducados, que finalizó con victoria prusiana; pero el momento más delicado para el trono bávaro sucederá dos años después, cuando Ludwig tenía tan sólo 21 años y estalló la guerra entre Prusia y Austria. De manera fulgurante, los ejércitos prusianos resolvieron la contienda en beneficio propio, para desazón de Luis II y de los monarcas austriacos, que vieron mermados sensiblemente los territorios que controlaban (perdieron Venecia) y quedaron fuera del proceso de unificación. En paralelo, el prestigio de Luis II entre sus conciudadanos sufrió fuerte menoscabo.
En 1870, poco después del comienzo de las obras en Neuschwanstein (1869), se desencadena otra guerra, en esta ocasión contra Francia, que culminará con una victoria apabullante de los ejércitos alemanes: en 1871, Gillermo I de Prusia es coronado emperador de Alemania en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles. Paradójicamente para los objetivos continuistas del Congreso de Viena, caía definitivamente la monarquía francesa y dejaba su lugar a una República conservadoras de planteamientos estrictamente liberales, que uniría su destino a una Estado alemán comprometido únicamente en las formas con el espíritu de aquel Congreso, porque incluso el protagonista de ese proceso no será el rey de Prusia sino Otto von Bismark, que será nombrado un año después (1872) canciller y pondrá en macha un proceso político que culminará en la Primera Guerra Mundial. Su fórmula “mágica” para mantener la cohesión social: política enérgica frente a los adversarios y política social de corte paternalista… Tampoco en este caso salió bien parada la imagen política de Luis II, sumamente reticente a aceptar la posición secundaria que le correspondía.  Es el momento en que, sin dejar las obligaciones de su cargo, Luis II decide aislarse progresivamente de quienes le rodean: han transcurrido únicamente seis años desde la coronación.

G. Schachinger,  Luis II en 1887
Desde estos acontecimientos, invariablemente marcados por la irrelevancia política de Luis II, es sencillo entender su automarginación e, incluso, su voluntad por crearse un mundo artificial en el que refugiarse y que tanto las iniciativas arquitectónicas como las obras de Wagner tuvieran ese fin, pero…  El hecho mismo de que nada más subir al trono, cuando las expectativas debían ser optimistas, convocara a Wagner refuerza la idea de utilizar “la promoción del arte y la ciencia” como recursos cosméticos, con la voluntad de plantear un reinado en línea con las ideas ilustradas de su abuelo Luis I. Sin embargo, según las biografías admitidas, Ludwig había manifestado adhesión a las ideas de Wagner a muy temprana edad, cuando contempló Lohengrin y Tannhäuser, obras que ofrecen un paradigma mítico muy relacionado con la cultura medieval alemana. Y es obvio que la existencia de un pasado común es un factor muy relevante a la hora de configurar una nación. Desde ese punto de vista parece ingenuo admitir que Ludwig quedó tan prendado del genio musical de Wagner como para convertirlo, por pura razón personal, en un objetivo prioritario de sus acciones de gobierno.  Más parece iniciativa cosmética asimismo perfectamente planificada, de esas que se toman las “casas reales” para que el rey se presente ante sus súbditos con una imagen perfectamente predefinida: Ludwig, además de seguir la línea ilustradora de su abuelo, se colocaba junto a buena parte de los alemanes, en su voluntad por crear un gran Alemania, construida a partir de los elementos que unían a quienes se expresaban en la misma lengua, aquella que habían engrandecido Walther von der Vogelweide, Wolfram von Eschenbach y Albrecht von Halberstadt.
La construcción del castillo de Neuschwastein, que se pudo plantear antes de 1867, cuando Ludwig visitó a Viollet-le-Duc, informaría en la misma dirección. Es tentador suponer que Ludwig pretendía entrar en la carrera del pangermanismo con una apuesta acaso ingenua, dadas sus posibilidades reales, pero en absoluto descabellada: reconstruir un castillo, según modelo de otro ubicado casi en el centro geométrico del área de habla alemana,  en un lugar a medio camino entre Baviera y Austria tiene un sentido simbólico obvio en la pugna por no perder la iniciativa en el proceso de la unificación alemana. Y como también parece obvio, la elección del lugar tampoco sería caprichosa, puesto que lo acercaba a Austria…
Aunque para entonces el prestigio político de Luis II ya era muy bajo, la construcción de Lenderhof y Herrechiensee, con la correspondiente mitificación de la figura de Luis XIV, no parece ser una excentricidad exclusiva, puesto que Guillermo I fue coronado en la Galería de los Espejos de Versalles. Se diría que tanto para Ludwig como para el rey Wihelm el modelo absolutista de Luis XVI respondía al paradigma emanado del Congreso de Viena, del que seguramente también participaban nominalmente, al menos, la mayor parte de los reyes europeos.  No hay que mirar muy lejos para encontrar una referencia clara, demasiado clara, en nuestro Fernando VII…
Desde este punto de vista, las iniciativas musicales y arquitectónicas de Luis II de Baviera aparecen como empresas perfectamente planificadas en el contexto de la situación histórica que le tocó vivir, concebidas para reforzar, cuando menos, el protagonismo de un reino que, por entonces, no era el más pujante de Alemania y, por supuesto, para emular lo que tantas veces se había hecho con iniciativas comparables, al menos, desde los tiempos del Imperio Romano: fomentar la distribución de rentas, proporcionando trabajo a arquitectos, constructores, albañiles, pintores de brocha gorda y de brocha fina, picapedreros, escultores, carpinteros,  tramoyistas, actores, músicos, jardineros, et., etc., etc.

Bayreuth, tomada de Atticus
Conclusión

Espero que haya quedado clara la reflexión inicial sobre las "etiquetas"...
Desde las mayorías no cualificadas, es obvio el interés que aún promueven las iniciativas de Ludwig: los edificios concebidos mediante fórmulas historicistas diversas se han convertido en polos de gran atracción turística.
Desde ambientes menos pasivos, como los musicales, las obras de Wagner se siguen escuchando con aprobación mayoritaria… Incluso Woody Allen se excita escuchándolo. Y desde los ambientes de alta cualificación, parece obvio que las ideas de Shopenhauer, desarrolladas por caminos diversos por Nietzsche, Husserl y otros,  se acercan mucho a los planteamientos fenomenológicos que colorearon la “esencia” de las estéticas post-académicas. Tal y como aún sostienen muchos “especialistas”—con frecuencia, trivializando la cuestión de fondo— el problema del arte en la actualidad sigue siendo un problema de voluntad y representación. Tal y como aún sostienen muchos “especialistas”, la percepción del mundo y del arte sigue siendo un asunto esencialmente “subjetivo”. Quienes compartan ese punto de vista, en pura consecuencia, deberían enfatizar muchísimo más la figura de Ludwig, aunque ello les avecine con personajes contaminados por prejuicios radicales.
Ludwig murió en extrañas y poco heroicas circunstancias, sin embargo, su apuesta cultural se convertiría poco después en una de las referencias más relevantes de la cultura alemana y, muy especialmente, en tiempos que hoy parecen haber caído en el olvido por prescripción legal —sobre todo, en Alemania—; sin embargo, los diseños de Ludwig, Riedel, Dollman y Hoffman, las óperas de Wagner interpretadas según fórmulas estéticas de raíz idealista que podrían hacer sonreír a los pijos del monopoly estético de tanta ingenuidad, de Spiess, von Heckel,  Hauschild, Piloty (etc) continúan maravillando a las gentes que peregrinan a Neuschwanstein para contemplar el perfil de un castillo, que inspiró a Walt Disney y proporcionó fundamento a una tradición cultural aniquilada, de la que quedan muchos recuerdos forzados y unos pocos restos materiales con carácter de edificios antiguos reconstruidos.

August Spiess, Tristán e Isolda en el jardín. 1881. Neuschwanstein
El hecho de que Luchino Visconti no sacara más partido a los planteamientos estéticos de Ludwig II y que no utilizara las imágenes de Neuschwastein para definir su universo personal seguramente puede explicarse porque el peso del componente idealista era demasiado oneroso para un cineasta de voluntad marxista, por cuestiones de gusto personal, más volcado hacia el naturalismo o, incluso, hacia el realismo. Eso es, al menos, lo que señalan sus restantes películas. Il gatopardo fue construida con múltiples encuadres que parecen inspirados en composiciones de los macchiaioli; Muerte en Venecia ofrece múltiples planos fáciles de relacionar con el academicismo de raíz francés vigente en casi toda Europa, desde España hasta Rusia, durante la segunda mitad del siglo XIX.
Sin embargo, me cuesta más entender por qué no recurrió a la partitura de Parsifal que, muy probablemente, sintetice muy especialmente un planteamiento que tenía tanta relación con las corrientes espiritualistas —con cierta tradición oriental— tan asumidas en Europa a partir de los tiempos de Luis II hasta los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Fellini lo hizo en La dolce vita); pero, sobre todo, con Gramsci.  Supongo que ello habría complicado la identificación entre Ludwig y Visconti… o, incluso, que a éste como a Nietzsche, le molestara la inclusión de tantos elementos cristianos. Seguro que lo explicó en alguna parte; por desgracia, es de insensatos dar crédito a las justificaciones de los creadores.


Contemplada la figura de Ludwig desde hoy, teniendo en cuenta las consideraciones enunciadas, pierde fuerza la idea del “rey loco” y aparece un personaje que, con los impedimentos de una salud atormentada, tenía claro lo que más le convenía, a efectos de imagen pública; la hipótesis de que, de acuerdo con su postura romántica, construyera esos palacios para marginarse del mundo, pierde fuerza ante el poco uso que hizo de ellos y, sobre todo, ante una situación política general cuyo control se le escapaba de las manos, incluso, en los aspectos derivados de su propio teórico poder. Desde ahí se podría “explicar” también su conducta melancólica, huraña y taciturna… por supuesto, sin olvidar que, muy probablemente, la agorafobia mencionada por todos sus biógrafos obedecería, sobre todo, a sus tendencias sexuales, seguramente matizadas con elementos sadomasoquistas, que le aconsejaban permanecer a cubierto de la curiosidad ajena.
Por otra parte, las obras de arte que promocionó aparecen hoy como referencia muy importante en el substrato histórico-mítico sobre el que se construirá una parte de la sociedad alemana del siglo XX. Aunque muriera abandonado por todos y marginado como un pobre loco o como “el rey de sus propios sueños”, que sentenciara Gabriele d’Anunnunzio, su proceso de autodestrucción fue paralelo al impulso que, como mecenas de Wagner y promotor de la reconstrucción del castillo de Wartburg, proporcionó a una manera de entender el origen de Alemania y algunos aspectos de sus raíces culturales comunes que causaría furor en los años inmediatamente posteriores, por supuesto, no sólo en los festivales de Bayreuth. Hasta la quema de libros propugnada por Hitler se puede relacionar con un incidente sucedido en el castillo referencial de Wartburg. En 1817 casi 500 estudiantes pertenecientes a las “fraternidades alemanas” (Burschenschaften) se reunieron en el castillo de Wartburg para convocar a la unidad alemana y escenificaron la quema de libros ajenos a sus valores culturales como el Código Napoleónico. Por fortuna, en aquella ocasión la quema de libros únicamente fue  simbólica: los exaltados quemaron papelitos que contenían el título de los libros “inconvenientes”.  Años después, las cosas se pusieron mucho más serias…

Epílogo

Reconozco que los planteamientos arquitectónicos de Luis II de Baviera me parecen, me siguen pareciendo después del recorrido analítico que ha servido para escribir estos renglones, propios de un estúpido, de un ser anacrónico, perdido entre la nostalgia de lo que fue el sistema absolutista y lo que veía venir. Nadie puede bloquear las fuerzas sociales que definen el proceso histórico y sin embargo son legión los gobernantes de todos los tiempos, que lo han intentado y lo siguen intentando.  No obstante, en la posición de quienes hemos nacido al sur, en su papel de “necio inocente” debemos reconocerle algunos méritos —los estúpidos también pueden hacer aportaciones relevantes al desarrollo cultural—. Entre ellos, el respaldo a Wagner; sin él, la obra de este compositor y escritor acaso hubiera derivado en líneas menos espectaculares. Pero también la creación de un “modelo de representación” (en el sentido de Schopenhauer) que daría mucho juego al desarrollo de la cultura alemana, aunque hoy por hoy nadie pueda reconocerlo. En ello, sin embargo, descansa el hecho de que los tres palacios de Ludwig sean atracciones turísticas de primerísima entidad y, entre ellas y muy especialmente, el castillo de Neuschwanstein, forzado terriblemente en sus posibilidades físicas a recibir una cantidad desbordante de curiosos, entre quienes destacan los visitantes orientales, por razones obvias. Existe una diseñadora japonesa, Yo Higuri que ha publicado sugerentes dibujos sobre Luis II de Baviera, que enfatizan los rasgos sexuales descritos por Visconti y aún los que silenció.

Acceso para el recorrido turístico por el castillo de Neuschwastein
Y si a muchas personas el castillo de Neuschwanstein les parece un lugar maravilloso, de ello deberíamos extraer conclusiones relevantes aunque para los pijos estéticos del monopoly resulten ridículas algunas de las pinturas allí atesoradas; confieso que a mí también me parecen “cromos” infumables algunas… Pero no me produce ningún arrebato de santa ira contemplar que muchas personas salen fascinadas… acaso porque el componente “Völkisch” (popular) y la formalidad idealizada, no deberían entenderse a estas alturas como cualidades esencialmente nazis; ni tan siquiera aunque así lo hubiera jurado Roland Barthes, sino como circunstancias de una “realidad” que debiera hacernos reflexionar ahora que vivimos en un universo globalizado. La capacidad de atracción que tienen lugares como el castillo de Neuschwanstein pone sobre la mesa un asunto que algunos no desean ver y que, por sí mismo, justifica que buena parte de los bávaros le tengan en gran consideración y le recuerden con cariño y nostalgia… A lo peor son los mismos que añoran a otro personaje de porte menos gracioso, con bigotito de rigor geométrico... Pero también podrían ser, simplemente, personas a quienes “hace gracia” un tipo tan guapo y pintoresco, o a quienes gusta la música de Wagner, o a quienes salen beneficiados por el potencial turístico de sus “locuras”…
Sea como fuere, debemos vincular a Luis II de Baviera con la voluntad de enfatizar las posibilidades trascendentes del arte, es decir, la posibilidad de convertir la experiencia estética en algo muy parecido a los ritos religiosos tradicionales, pero mejor adecuada a las necesidades del "hombre moderno", es decir, del hombre nacido con la crisis de los valores míticos tradicionales...

Y ahora, colocaos unos cascos y sin tomar en consideración lo que aparece en la pantalla, pulsad el play, sin oponer resistencia a la voluntad de Wagner; no es la versión de von Karajan, pero puede valer...

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